Últimamente, me han pasado cosas
extrañas.

Una vez que algo te sucede y lo ves,
ya no podés negar que existe.
A mí me pasó desde que nací
(bueno, creo que nací así), esto de ver dentro de la gente. Cuando lo veo o, a
veces, cuando me dicen su nombre, es como si leyera un programa de computadora,
veo su programación (sus emociones, su manera de pensar, cómo funcionan); y es
algo que no puedo manejar voluntariamente. Es como la radio, la prendés y si la
antena tiene señal, capta.
Antes, me resultaba raro cuando
alguien me decía: «nos estamos conociendo» o «no podés saber eso porque no lo
conocés…», y yo pensaba (no lo decía, ¿eh?): «¿qué significa que te estás
conociendo? ¿Cuánto tiempo se necesita para eso?» Y fui entendiendo que la mayoría
de la gente no se daba cuenta de cómo veo yo. Entonces jugamos a que yo me creo
lo que me quieren mostrar, y acepto que los demás me vean y piensen de mí como
puedan, porque es eso lo que toca.
Algunas veces, no muchas hasta
ahora, me ha pasado que alguien se diera cuenta de que lo podía ver y la
reacción, en general, es de susto, por sentirse un poco expuestos, algo
vulnerables (aunque no haya ningún peligro, porque nunca usaría lo que veo para
manipular ni controlar ni hacer daño, pero el susto se acciona igual porque no
estamos acostumbrados). Es una mezcla de susto y alivio, un alivio de «por fin
alguien que me ve realmente» y –oh, casualidad– justo esa persona que advierte
que «la veo» puede llegar a ver, en mayor o menor medida, dentro de mí también.
Hace unas semanas, fui un domingo
a la feria de San Telmo, en Buenos Aires. Iba caminando por la calle con una
amiga española, y cada tanto nos parábamos a ver a alguien bailar tango o una
tienda acá, una artesanía allá, un grupo que tocaba música, y de repente,
empezamos a acercarnos a un muchacho que estaba sentado sobre una manta roja. Tenía
una bola de vidrio maciza con la que seguro haría tipo malabares o algo así.
Cuando estábamos más cerca ya empecé a ponerme inquieta, porque le sentía una
vibración muy fuerte, le brotaba mucha energía. Entonces, quise hacerme la
distraída y arrastrar a mi amiga para que siguiéramos caminando y saliéramos de
ahí cuanto antes. (Es que a mí también me asusta un poco que «me vean» todavía.)
Pero mi amiga, quiso quedarse a mirar. Por supuesto, en cuanto nos paramos en
la vereda, a unos metros de la manta roja, el muchacho me miró a los ojos,
fijamente, como diciéndome: «Yo te conozco. Sé lo que sos realmente y sé que
vos podés verme a mí también». Él hacía malabares con la bola de vidrio en otro
tiempo/espacio, fuera de San Telmo, fuera de Buenos Aires, fuera de esta
dimensión. Cuando terminó, mi amiga se acercó a darle unas monedas y yo no pude
moverme. Él volvió a mirarme a los ojos, le sonreí como a alguien que conozco
de antes, de antes de venir a este planeta, y me fui caminando con mi amiga,
que me hablaba no sé de qué, porque tardé en poder prestarle atención.
Cuando le comento el episodio a
mi tía, me dice: «Uy, nena, ¡amor a primera vista! ¿Y no le hablaste?». Y no,
no le hablé porque no tenía que ver con eso. No se trata de hablar, ni de
enamorarse a primera vista, ni de darse teléfonos y salir a tomar café. Supongo
que se trata solo de eso: unos minutos de reconocerte con otro por dentro, de
volver a encontrarte aquí, pero saber que pertenecés a otro lugar.
A los 2 días salí de casa para ir
al kiosco. Iba caminando por la vereda y me cruzo en la esquina con un nene que
tendría unos 7 u 8 años. En cuanto nos acercamos me miró, me clavó los ojos y
yo lo miré, así como distraída, pero me di cuenta de que conectamos. Tampoco
dijimos nada y cada uno siguió caminando, pero el nene se daba vuelta cada 3 ó
4 pasos para volver a mirarme (fijo, muy fijo) y yo leía en su mente: «¿Qué
tenés que es tan raro? Sos rara. ¿Me podés ver? No estoy acostumbrado a que me
vean... Sos rara». Y siguió dándose vuelta para mirarme con ojos extrañados
hasta que dobló la siguiente esquina.
Últimamente, parece que estos
encuentros se van haciendo más frecuentes, y empiezo a entender mejor la frase
que leí un día en un libro de María Shaw: «El encuentro es la totalidad».
Qué bien poder "leerse", si así fuermaos todos, no existiría la mentira, sencillamente xq no seria posible.
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