Dejar Buenos Aires en un día de
lluvia es raro.
Y no es raro por el irme en sí (me
he ido otras veces). Es raro porque esta vez me voy sin excusa, sin plan, sin proyecto,
sin diagrama de futuro. Me voy de Buenos Aires a buscar otros aires y que el
camino se haga andando.
Me voy un poco mezclada, con la tristeza
por los afectos que quedan (aunque me los lleve por dentro), la felicidad del
reencuentro con amigos que me esperan y la intuición de que viene algo bueno.
El 9 de octubre llueve y me tomo
un vuelo de Air France a Bilbao con escala en París. Trece horas monótonas,
salvo porque a la holandesa del asiento de al lado se le vuelca el jugo de
tomate en mi pantalón y se disculpa en inglés durante media hora y me regala
chocolates. Una hora de retraso en la conexión por mal tiempo en Charles De
Gaulle y al fin llego a Loiu para encontrarme con mi amigo que me viene a
buscar, y más lluvia. Dos días que son uno por no dormir, y el horario cambiado,
en fin: lo normal, lo de siempre.
Pero no. Esta vez todo es distinto,
porque el viaje lo hace el viajante, ¿no? Como me dijo una amiga: “lo
importante no es tanto que cambie el paisaje, sino los ojos con los se observa
el paisaje.”
Seguramente Europa sabrá valorar la brillantez de esa joya.
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